miércoles, 26 de mayo de 2021

Cuando recuerdo, y son pocas las veces que soy capaz de recordar dentro de este ritmo frenético y este vacío acuoso atronador, solamente logro sombras. He pensado largamente en este asunto, y no creo que pueda darse así en todos nosotros. Deben existir aquellos que son capaces de recordar; que ven bien lo que han visto, que miran con ojos que observan y guardan una imagen nítida dentro de sí. Que saben de las caras de los que alguna vez fueron importantes, inundaron su espacio con agresividad y les robaron el tiempo del momento. Tiene que existir aquel que recuerda el volumen de los labios que le hablaban, que es capaz de recordar el movimiento de pupilas, el número de cabellos separados que pendía de un mechón en la frente.

Pero, también, tienen que existir los que recuerdan sin ver en el recuerdo más que sombras de luz, los que solamente saben situarse en ese tiempo por el sonido. El sonido cristalino. Voces, suspiros, respiraciones; pausas, risas, cantos, crujido. Deben existir aquellos que memorizan por ritmo -y estamos hechos de ritmo-; aquellos que miran escuchando en canción, que conocen a raíz del verso y su rima (su carencia, más que nada más). Deben existir, además, aquellos que recuerdan por olfato: saben del olor de una madre, del olor de un amado, del olor de una casa, del olor de ser niño. Recuerdan la humedad en el aire, el suelo recién llovido, la presencia de ese alguien que quiere en presencia misma. Recuerdan lo cargada que respiraba su nariz, el espesor del entorno, el humo; recuerdan cómo se les metía por las fosas esa peste nauseabunda, ese mal rato de trauma incómodo de no querer estar. Recuerdan el olor del recuerdo de ser niño, y no comprender qué es lo que va a venir, pero poseer la certeza irrefutable de que algo vendrá seguido, y no equivocarse. Y el recuerdo trae de vuelta el bloqueo vomitivo, muy dentro de la nariz, tanto como el delicioso aroma de un filete humeante en piedra caliente, aún crudo, echando humo y vapor, con sal gorda y crujiente, centelleante, por encima. 

Deben ser otros los que piensan en el ayer a costa del sabor, el aliento de la lengua caliente en contacto: aquellos que recuerdan unos labios besados a través de la saliva que resbala por encima de los suyos, que saben de haber visitado a su madre por el plato delicioso de la cena, aún bajando por la garganta; aquellos absolutamente receptivos en sabores artificiales, conservantes, pica-picas infantiles, y conocedores así de la verdadera esencia del crecimiento: perder el privilegio de la adicción al artificio. Estos construyen el relato de un cumpleaños de infancia a partir de las burbujas de un refresco. Saben recordar no solo cómo y cuándo, sino de qué manera, a partir de la falsa sensación del paladar, sabor impostado empujado por el recuerdo vívido de haber saboreado, de haber probado (aire, agua, saliva, crema), vivieron lo que solo el ser puede concretar precisamente que ha vivido. 

Existirán los que simplemente no recuerden, los que construyan una narrativa a partir de una (absoluta) suposición vacía y pasada; existirán también los que recuerden por impacto, experimentadores de la situación a partir de ese sexto sentido mágico: estuve allí porque, en presencia, lo recuerdo. Recuerdo la sensación de asistencia, recuerdo la sensación de permanencia; recuerdo otros cuerpos cerca de mí, emitiendo calor, sombra, ruido. Más allá, estarán los más afortunados: aquellos que recuerdan porque lo han mezclado todo: una imagen borrosa, deforme como un sueño, pero suficiente (esa mujer era rubia, o castaña, o pelirroja quizá, y no tenía el cabello muy largo); un olor característico, no verdaderamente detallado pero forzado en su esencia de ser; un sonido falseado (¿agudo? ¿era un timbre así de agudo?) con un ritmo asonante, arrítmico, insistente; un sabor imaginario, ideal, perfecto en su textura muda. Mimético.

Y por último, existen aquellos como yo, aquellos de mente táctil, de recuerdo manoseado, de huella nítida. Aquellos que piensan en una visita por la temperatura del ambiente en las mejillas, por la rugosidad de las paredes frías bajo la palma de las manos. Aquellos que recuerdan a un amante por el calor que desprende su piel, por la sensación de aire cargado, la fina capa de sudor que rodea su superficie, la suavidad enloquecedora de una piel blanca, transparente, que desaparece sobre los dedos. Aquellos que recuerdan serse niños a raíz de un mango de plástico adherido a sus deditos, al calor que desprende el cemento del patio, el aceite oscuro de la cadena de una bici dentro de las uñas, la tela rugosa a cuadros finos del sofá. Recuerdan el edificio visitado por la presión que se ejerce al presionar el botón del ascensor, recuerdan un parque por la suavidad plasticosa de las hojas verdes, por el peso de la arena por dentro de los zapatos. Recuerdan verse a través de la textura del helado derritiéndose en la boca, demasiado blando para mastica, y piensan en el calor que adhiere la tela de la falda al muslo sudoroso a partir de la marca roja de la silla caliente al sol. Comprenden desde el viento que azota su frente y enreda los mechones de pelo a sus pestañas. Recuerdan a un amigo por el roce de su espalda en el abrazo; recuerdan un examen por el el mango del bolígrafo, por la superficie de la mesa sudada, por las dobleces del papel al escribir. Recuerdan una fiesta por el vidrio de la botella en la mano, por el frío de los hielos en los labios, por el humo del aire sobre los ojos.