—¿Que fumar mata? ¡Una mierda!—me gritó indignada, prendiendo el mechero de estrellas azules—Es solo una estrategia más. Te diré lo que de verdad mata: el amor. Eso sí que es una jodida droga, y una jodida mierda, y un jodido asco. Y encima duele. A mí que no me vengan con tonterías de que fume o deje de fumar.
Una calada después el humo acariciaba sus labios casi a cámara lenta, dejando salir todo el dióxido de carbono que sus pulmones no estaban dispuestos a tragar, queriendo seducir a cualquier inconformista con ganas de pelea que pasara por allí.
—¿Quieres?—me ofrece.
—No, gracias.
—Tú verás.
El aire traía consigo todo el olor tabaco que ya no cabía en la boca de Alicia. ¿Papelas de menta?, preguntó el del quiosco. Del de siempre, ordenó la chica.
—El amor no mata—le contradije.
—¿También tú? ¡Vamos, no me jodas! El amor es lo peor que hay en el mundo entero.
Tan exagerada como siempre.
—¿No eras tú la que defendía que el amor no existe?
—Me equivoqué. Es como un cáncer—y golpeó un par de veces el cigarrillo a medio consumir, haciendo caer todas las cenizas a las baldosas húmedas de la acera—. Te come por dentro.
—¿Y después qué?
—Después... nada.
—¿Nada?
Otra calada a mayores. Ya iban demasiadas demasiado seguidas. Esta vez el humo rozó la perla que brillaba en el lateral de su nariz.
—Nada—confirmó.
No tenía sentido nada de lo que esa chica decía nunca, mucho menos un sábado a las dos de la mañana. Pasadas. Y yo no creía que eso fuera cierto. Un sentimiento no puede matarte por mucho que quieras... y desde luego, menos uno como el amor. No me lo creía. No quería creérmelo. Debía ser mentira. Como todas las teorías disparatadas de su cabeza.
—¿Por qué fumas?
—Porque quiero—interrumpida por una tos afónica precipitada a falta de aire.
—Cada cigarrillo te quita dos días de vida.
—Lo sé.
Lo sabía. Yo también sabía que lo sabía.
—Fumar mata.
—El amor mata—repitió—. Y fumar no duele.
—¿No?
Apagó la colilla entre el índice y el pulgar, y dejó escapar el último suspiro de humo mentolado tan lejos como lanzó todas las cenizas, que fueron a parar junto a la alcantarilla pegada al bordillo de la puerta de la discoteca donde no nos habían dejado entrar.
—Menos que querer.
—Pareces convencida de tu estúpida teoría—confirmé.
—Y lo estoy—confirmó ella.
—¿Te sabes de alguna otra droga que mate sin dolor?
Sonrió de lado, casi exponiéndome una lista infinita de drogas asesinas. Una chica que pasaba por delante se acercó a pedirle fuego. Alicia empalideció, y casi pareció haber contraído un cáncer de pulmón.
—¿Beber mata?—pregunté distraída.
—Yo qué sé—dijo nerviosa, mirando al culo de la chica de andares exagerados que se alejaba por la calle principal—. Te invito a una copa. Necesito otro cigarrillo.
Su mechero de estrellas volvió a brillar.
Una calada después el humo acariciaba sus labios casi a cámara lenta, dejando salir todo el dióxido de carbono que sus pulmones no estaban dispuestos a tragar, queriendo seducir a cualquier inconformista con ganas de pelea que pasara por allí.
—¿Quieres?—me ofrece.
—No, gracias.
—Tú verás.
El aire traía consigo todo el olor tabaco que ya no cabía en la boca de Alicia. ¿Papelas de menta?, preguntó el del quiosco. Del de siempre, ordenó la chica.
—El amor no mata—le contradije.
—¿También tú? ¡Vamos, no me jodas! El amor es lo peor que hay en el mundo entero.
Tan exagerada como siempre.
—¿No eras tú la que defendía que el amor no existe?
—Me equivoqué. Es como un cáncer—y golpeó un par de veces el cigarrillo a medio consumir, haciendo caer todas las cenizas a las baldosas húmedas de la acera—. Te come por dentro.
—¿Y después qué?
—Después... nada.
—¿Nada?
Otra calada a mayores. Ya iban demasiadas demasiado seguidas. Esta vez el humo rozó la perla que brillaba en el lateral de su nariz.
—Nada—confirmó.
No tenía sentido nada de lo que esa chica decía nunca, mucho menos un sábado a las dos de la mañana. Pasadas. Y yo no creía que eso fuera cierto. Un sentimiento no puede matarte por mucho que quieras... y desde luego, menos uno como el amor. No me lo creía. No quería creérmelo. Debía ser mentira. Como todas las teorías disparatadas de su cabeza.
—¿Por qué fumas?
—Porque quiero—interrumpida por una tos afónica precipitada a falta de aire.
—Cada cigarrillo te quita dos días de vida.
—Lo sé.
Lo sabía. Yo también sabía que lo sabía.
—Fumar mata.
—El amor mata—repitió—. Y fumar no duele.
—¿No?
Apagó la colilla entre el índice y el pulgar, y dejó escapar el último suspiro de humo mentolado tan lejos como lanzó todas las cenizas, que fueron a parar junto a la alcantarilla pegada al bordillo de la puerta de la discoteca donde no nos habían dejado entrar.
—Menos que querer.
—Pareces convencida de tu estúpida teoría—confirmé.
—Y lo estoy—confirmó ella.
—¿Te sabes de alguna otra droga que mate sin dolor?
Sonrió de lado, casi exponiéndome una lista infinita de drogas asesinas. Una chica que pasaba por delante se acercó a pedirle fuego. Alicia empalideció, y casi pareció haber contraído un cáncer de pulmón.
—¿Beber mata?—pregunté distraída.
—Yo qué sé—dijo nerviosa, mirando al culo de la chica de andares exagerados que se alejaba por la calle principal—. Te invito a una copa. Necesito otro cigarrillo.
Su mechero de estrellas volvió a brillar.